Era abril de 2018, empezaba a escribir e ilustrar algunos episodios de Los navegantes de las esferas. Durante esta cuarentena/centena, terminé los primeros capítulos, o sea lo que –creo– va a ser el primer libro.
Te dejo el comienzo de todo, hace dos años.
Te dejo el comienzo de todo, hace dos años.
Primeros párrafos del capítulo 1:
LOS NAVEGANTES DE LAS ESFERAS
Una casita de dos plantas sobre una manzana curva en Parque Chas. La radio apoyada en la mesa de la cocina hacía sonar "Girl", de Lennon y McCartney, mientras el dueño de casa, Lucio Mattei (conocido en el barrio como el Tano) y Omar Tangir (el Turco, para los amigos) compartían unos mates aquella tarde de otoño.
Ambos eran fervientes investigadores de las culturas antiguas. Omar, profesor en la Universidad de Buenos Aires, se inclinaba más hacia un revisionismo histórico, mientras que Lucio, un músico que había recorrido casi toda Sudamérica para profundizar sus conocimientos sobre ritmos e instrumentos de los pueblos originarios, se apasionaba con las reminiscencias esotéricas de algunas civilizaciones.
Lucio recordó cómo los pitagóricos curaban las enfermedades, interpretando lo que le llamaban “la música de las esferas”, lo que Omar, mientras le cebaba otro amargo, le cuestionaba dado que aquello se basaba en una visión geocéntrica del universo.
El diálogo se enriquecía, en tanto la canción de los Beatles iba envolviendo el aire.
Esa vez el sonido invadió el espacio como nunca antes, ingresó de manera inusual en sus dos oyentes sin que ellos lo advirtieran. Sus cuerpos empezaron a hacerse invisibles hasta desaparecer. Fue así, tan simple como extraordinario. Y tan repentino que Funes, el perro que dormía en un rincón, no se percató en absoluto. Al despertar vería dos sillas vacías.
LOS NAVEGANTES DE LAS ESFERAS
Una casita de dos plantas sobre una manzana curva en Parque Chas. La radio apoyada en la mesa de la cocina hacía sonar "Girl", de Lennon y McCartney, mientras el dueño de casa, Lucio Mattei (conocido en el barrio como el Tano) y Omar Tangir (el Turco, para los amigos) compartían unos mates aquella tarde de otoño.
Ambos eran fervientes investigadores de las culturas antiguas. Omar, profesor en la Universidad de Buenos Aires, se inclinaba más hacia un revisionismo histórico, mientras que Lucio, un músico que había recorrido casi toda Sudamérica para profundizar sus conocimientos sobre ritmos e instrumentos de los pueblos originarios, se apasionaba con las reminiscencias esotéricas de algunas civilizaciones.
Lucio recordó cómo los pitagóricos curaban las enfermedades, interpretando lo que le llamaban “la música de las esferas”, lo que Omar, mientras le cebaba otro amargo, le cuestionaba dado que aquello se basaba en una visión geocéntrica del universo.
El diálogo se enriquecía, en tanto la canción de los Beatles iba envolviendo el aire.
Esa vez el sonido invadió el espacio como nunca antes, ingresó de manera inusual en sus dos oyentes sin que ellos lo advirtieran. Sus cuerpos empezaron a hacerse invisibles hasta desaparecer. Fue así, tan simple como extraordinario. Y tan repentino que Funes, el perro que dormía en un rincón, no se percató en absoluto. Al despertar vería dos sillas vacías.
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